viernes, 16 de marzo de 2012

023-Viaje de vacaciones a Pontevedra.

                                              



Viaje de vacaciones a Pontevedra.

Por juan Manuel Martìnez.




Admirado Fernando ¡!!

Nací un 23 de marzo de 1.943. Conocí en las vacaciones del verano los coches-cama de la serie Lx que llevaba el expreso a Vigo. Entraba dentro de estos coches y quedaba maravillado. Este tren llevaba también coches de primera y de segunda. Eran los famosos cincomiles.
Como soy muy sensible me quedaron grabados en la mente infinidad de detalles.

Salíamos de Principe Pío arrastrados por una locomotora eléctrica de la serie 7.000 hasta Ávila de la que te mando una foto. Allí nos esperaba una preciosa 2-4-1 (llamadas Bonitas ó Atómicas). A partir de la arrancada de Ávila, se escuchaba el rítmico jadeo de la locomotora….A través de la ventanilla pasaban veloces chispas de la chimenea….

Te mando también unas memorias mías, en las que narro todas estas vivencias.

Cuando tenía dieciocho años de edad pasaba las horas muertas en la estación de Atocha, envuelto en los humos blancos de las locomotoras de vapor….

En la Sierra tengo una maqueta de escala H0 con material de Ibertrén, Roco, Electrotren, Mehano y Fleischmann. El tablero de la maqueta mide 2.40 x 1.30 mts.

Un abrazo.

JuanMa



VIAJE DE VACACIONES A PONTEVEDRA

"Aquella calurosa mañana del domingo, día 16 de Junio de 1.956, mi padre me daba la gran sorpresa, al decirme que nos llevaba, a mí y a mi hermano, a la piscina de "El Lago".

En los días festivos del verano solía hacerlo con frecuencia.

Mi madre, a veces, prefería quedarse en casa. Tenía por costumbre los domingos, cocinar un exquisito arroz con pollo, en la tartera de barro.

Al salir de casa, una vez en la calle, al borde del amplio arcén, esperábamos algún taxi, que parara ante nosotros.

Cuando mi padre divisaba uno, levantaba la mano, y su conductor, de inmediato, dirigía el coche hacia nosotros. Yo como siempre, observaba con atención, los tranvías, los autobuses, en realidad todos los coches.

De los taxis, me gustaban mucho los de la marca Citroen. Abundaban por todas partes.

Unos eran antiguos, con una carrocería alta y cuadrada. En su parte trasera, tenían un característico soporte cromado que servía para llevar maletas.

Otros, eran los famosos "Quince Ligero". De diseño mucho más moderno, pero caracterizados por su forma aerodinámica, dándoles una gran estabilidad en carretera, según decían.

Cuando me llevaban a la piscina, iba muy ilusionado, no solo por el placer del baño, ciertamente agradable dado el calor de los meses de verano, sino porque estaba situada muy cerca del Puente de los Franceses, junto a las vías del ferrocarril y a más baja altura, de tal manera, que disfrutaba mucho contemplando el paso de los trenes.

Los veía de todos los tipos, largos mercancías, trenes de cercanías atestados de excursionistas, muchos de ellos en el exterior, apiñados en los estribos y aferrados a los pasamanos, con el consiguiente peligro. También disfrutaba del paso del tren Talgo, cuando en aquella época, había muy pocos. El ronco e inconfundible sonido del motor de su locomotora, me anunciaba su paso de inmediato.

Mi pasión por los trenes, me hacía feliz.

Recuerdo, en uno de esos domingos en la piscina, que al verlos pasar, estaba impaciente, porque sabía que al siguiente sábado, sería el día del viaje a Pontevedra, y esperando que llegara este momento, me parecía que el tiempo no pasaba.
………..

Por fin llega el día de este largo viaje, tan esperado por mí.

Las maletas, las bajamos en el ascensor al portal. Cesáreo, el portero, nos ayuda a aproximarlas al borde de la calzada. Con mi hermano y mis padres, esperamos la llegada de un taxi. La calle de Alcalá tiene bastante tráfico. De los tranvías, me llama la atención su sonido, su traqueteo al deslizarse por los plateados carriles, empotrados en los adoquines de la calzada.

Hay taxis que pasan de largo porque van ocupados. Por fin, se estaciona uno ante nosotros. Es un Peugeot. Enseguida lo reconozco. Su pantalla de calandra, esconde tras ella, un par de faros. Esto y sus redondeadas formas, les confieren, un aspecto muy particular.

Una vez dentro del coche, oigo a mi padre que le dice al conductor: " A la Estación del Norte". Mi hermano y yo, estamos sentados en unos pequeños asientos delanteros abatibles que les llaman transportines, tras el conductor. Mis padres van sentados detrás.

Iniciamos la marcha, y en el transcurso del viaje, no solo observo la variedad del tráfico, también voy atento a las calles, muchas de ellas para mí desconocidas, pues tengo doce años y al alejarme de mi casa, desconozco muchas de los alrededores.

Ahora vamos por La Gran Vía, es una calle con mucha animación: muchos letreros, comercios, escaparates, gente de un lado para otro, muchos coches, y destacando por su altura, los llamativos autobuses de dos pisos.

En esta calle, también me llaman la atención, los semáforos, que al encender su luz verde para que los vehículos prosigan su marcha, hacen sonar un timbre durante unos segundos.

Una vez llegados a la Plaza de España, descendemos por la Cuesta de San Vicente, según me indica mi padre, apoyando su mano sobre mi hombro, como tiene costumbre, en su afán de enseñarme.

Por fin, llegamos a la estación.

Admiro el edificio, tan enorme y majestuoso. La marquesina exterior, de hierro y cristal que recorre la fachada en toda su longitud, le da el carácter de edificio emblemático. En lo alto de su torre central, un gran reloj, indica a los viajeros, el transcurso inexorable del tiempo.

Un gran movimiento de taxis, de otros automóviles y personas, ambientan el exterior de esta estación.

Apeados ya del taxi, bajamos las maletas, y estoy deseando entrar en los andenes, para ver al fin, el gran tren expreso, detenido en la vía, esperando su salida.

Al pie del coche, un forzudo maletero, vestido con un guarda-polvos de color gris, nos coge las maletas y en su carretilla del mismo color, las transporta hacia el interior de la estación.

Le seguimos, y entramos a los andenes por un pasillo mal iluminado.

Una vez dentro, deseando abarcar todo con la mirada, contemplo en lo alto, la impresionante marquesina pintada en color gris, que cubre todas las vías. Volviendo los ojos hacia abajo, me recreo al ver el interminable tren, ya conocido por mí de anteriores viajes, formado por muchos coches de color verde oscuro y tres o cuatro coches-cama, que lo hacen importante, dando la nota discordante en el color, por su azul marino inconfundible y los dorados escudos de la Compañía en sus laterales.

Sobre sus ventanillas, la famosa y larga inscripción, que leo despacio y vocalizo en voz baja con admiración, como queriendo profundizar en su significado:

" Compañía Internacional de Coches-Cama y de los Grandes Expresos Europeos".

Reparo en el verde reloj, tan singular y tan común en todas las estaciones, y colocado siempre, a la puerta del despacho del jefe de estación. Sus manecillas indican las 16,30 horas.

Mi padre me dice que saldremos a las 16,45. El viaje, para mi satisfacción es muy largo.

Sé que hasta las 11 de la mañana del día siguiente, no llegaremos a Pontevedra.

En los andenes, hay mucha animación; unas personas pasean, otras charlan en grupos esperando la despedida. Los maleteros abriéndose paso entre ellas, empujando sus carretillas.

Observo también a los vendedores de helados, bebidas, revistas, periódicos y blancas almohadillas. Escucho atento los pitidos de alguna que otra locomotora. Las conozco muy bien porque muchas veces me han traído a la estación para ver los trenes. Son eléctricas, muy largas, de color verde, elegantes, con un gran foco negro en su parte superior delantera..

Hasta Avila, la línea está electrificada. Al llegar allí, se produce el cambio de la máquina.

Será entonces de vapor, que entusiasmado, le digo a mi hermano: “ de humo”.

Una vez subidos al tren, dentro del lujoso departamento del coche-cama, sentado y acomodado en su aterciopelado sillón, giro la cabeza de derecha a izquierda con un gran afán de curiosidad. Mis padres mientras tanto, ayudados por el mozo, van colocando las maletas en la parte superior del departamento, junto al blanco techo que contrasta con el color de la lujosa madera que recubre las paredes del mismo.

Mi hermano y yo, curioseamos todo, mientras comentamos nuestros “descubrimientos”.

En el confortable suelo, mis pies reposan en una mullida moqueta, floreada en diversos tonos azules. Por ser muy impresionable, sé que estos momentos quedarán para siempre en mi memoria.

Las paredes de esta pequeña, pero muy confortable estancia, están revestidas de lujosa madera, trabajada y adornada con una serie de dibujos de tipo floral en su mayor parte de un color amarillo pálido.

No pierdo un detalle. Frente a mí, en la parte central, una puerta, con una plateada manivela, indica la entrada al lavabo. Solo lavabo. Para “hacer caca”, hay que ir a los extremos del vagón. Para “hacer pis”, bajo la pequeña mesita abatible de la ventanilla, casi en el suelo, hay una portezuela, que al abrirla, deja al descubierto el asa de un curioso orinal de cerámica blanca en forma ovalada.

Junto a la ventanilla, frente al sillón principal, un pequeño y confortable asiento es mi sitio preferido, para captar mejor el espectáculo exterior. Siempre, en los viajes, con mi frente apoyada en el cristal, pensativo, me gusta gozar de la variedad de los distintos paisajes y del ambiente de las estaciones del recorrido.

Durante el trayecto, me gusta ver esas laderas que descienden desde la orilla de la vía y que me indican a veces, el elevado paso del tren sobre el terreno, o el paso profundo entre paredes rocosas y oscuras, que predicen la “llegada” de un túnel. También, el curioso efecto, visual y sonoro, al cruzarnos con otro tren, o del despliegue de vías que observo, cuando llegamos veloces, a una estación del itinerario, viendo diferentes vagones desperdigados, detenidos en las vías. Siempre hay alguna vieja locomotora de vapor, bajo penachos de humo blanco, con su alta chimenea, haciendo lentas maniobras.

Junto a la puerta de salida al pasillo, me llama la atención, un conjunto de pequeños interruptores plateados, agrupados simétricamente, y que tienen distintos cometidos, según leo en algunos; Iluminación General, Iluminación Lectura, Mozo, y finalmente, Luz Penumbra.

De otros viajes, sé que esta luz, de color violeta, muy tenue, se usa por la noche, para poder dormir, pero evitando así la oscuridad absoluta.

El departamento está muy bien insonorizado, mi padre ha cerrado la puerta y al otro lado de la misma, se oye el suave conversar de personas, en el estrecho pasillo.

Sentado en el pequeño asiento junto a la ventanilla, leo en el borde inferior de la misma, en una placa de latón dorado, unos mensajes en diferentes idiomas, grabados en ella:

En francés : “Il est tres dangereux de se pencher au dehors”. En portugués:
“E perigroso debruçarse”. Y finalmente en español: “Es peligroso asomarse al exterior”.

Como en otros viajes, mis padres dormirán en el departamento contiguo. Mi hermano y yo, dormiremos en éste, él en la litera de abajo y yo como soy mayor, en la de arriba.

Oigo en el exterior, por los altavoces, una voz grave, masculina, anunciando la próxima salida de nuestro tren con destino Vigo y Pontevedra. Mis padres, nos advierten de que estemos sentados, porque la salida va a ser inmediata.

Efectivamente, al poco tiempo, la máquina hace sonar su silbato con un prolongado y agudo pitido, que oigo lejano. De forma muy suave, arranca el tren. El andén parece entonces "deslizarse" lentamente ante la ventanilla, poco a poco vamos ganando velocidad. Con mi frente apoyada en el cristal, atento a todos los detalles, voy observando el exterior. El vagón se balancea con suavidad al cruzar el tren de una vía a otra. Noto su maravillosa suspensión.

Algunos ferroviarios que trabajan en la vía, paran en su faena con sus picos y palas, alzan la cabeza, y mano sobre mano, contemplan nuestro paso.

Hemos salido de la estación, los postes del tendido eléctrico "pasan" ante la ventanilla, de forma rítmica. El tren ha ganado velocidad y ahora pasamos, ante la piscina de “El Lago”. Es curioso ver desde aquí, el trampolín, que desde abajo me parecía tan alto, y ahora lo veo empequeñecido por la altura desde la que lo contemplo. Me gusta ver el color azul del agua y los bañistas entretenidos en lo suyo y completamente ajenos al tren.

El tren prosigue su marcha entre rectas, curvas y zonas muy arboladas con sus colores verdes en diferentes tonos.

Me gusta mucho el campo. Me entretiene contemplarlo desde el tren en marcha, que por efecto de la velocidad, me ofrece una infinita variedad de diferentes aspectos.

El tiempo va pasando y me aburro un poco de mantener la misma postura en el asiento.

Me entra algo de sopor, pero me resisto a quedarme dormido. Mis padres me dicen que nos vamos aproximando a La Sierra. Efectivamente, veo en el horizonte, las lejanas y por lo tanto algo incoloras y difuminadas crestas de las montañas que llegan hasta las nubes.

Al poco tiempo veo el Monasterio de El Escorial al pie de una enorme montaña.

Pasamos frente a él. Mi padre me comenta, entre otras muchas cosas, que fué el rey Felipe II el que lo mandó construir.

Le escucho atentamente y asiento con la cabeza, pero sin dejar de mirar a través de la ventanilla. Voy muy atento, a la maravillosa variedad del paisaje que continuamente cambia por el movimiento del tren.

Inmensas laderas llenas de pinos, de matorrales diversos y de atractivas acumulaciones de rocas de diversos tonos grises y marrón rojizo. El terreno próximo a la vía, "pasa" rápido ante la ventanilla y apenas puedo fijarme en sus detalles. Sin embargo, el lento transcurso del campo más alejado, me deja contemplarlo y disfrutarlo.

Al penetrar el tren veloz, entre enormes paredes de rocas oscuras, escucho atento al sonido producido por el traqueteo de las ruedas, que aumenta de repente.

Por experiencia, presiento la llegada de un túnel. Las altas paredes de roca "pasan" veloces ante mi vista. El departamento se oscurece. Enseguida nos "engulle" un túnel con su negra boca.

Ahora el sonido del tren es diferente. Las luces del departamento se encienden.

Como del exterior no puedo ver nada, dejo de mirar por la ventanilla y apoyo la cabeza en el respaldo para cambiar de postura, cierro los ojos y solo escucho, a la vez que recapacito sobre todo lo que estoy viviendo.

Así nos mantenemos unos instantes hasta que volvemos a salir del túnel y puedo contemplar de nuevo el paisaje, que cada vez se hace más montañoso y para mí lleno de misterio.

Contrasta la suavidad de la marcha del tren, con la irregularidad del terreno, con los escarpados montes que se yerguen entre arbolado, matorrales y rocas amontonadas de forma caprichosa. Es la decoración de la naturaleza. Bajo la vía, una enorme ladera se extiende hacia abajo para canalizar un riachuelo que transcurre serpenteante en el fondo.

Apoyando la cara en la ventanilla, en el sentido de la marcha, veo de forma anticipada, la curva por donde vamos a pasar de inmediato. Es entonces cuando puedo ver la locomotora eléctrica, así como los primeros vagones que siguen al furgón. Es curioso saber de antemano el camino por donde vamos a pasar. Lo disfruto doblemente, al verlo lejos primero y luego cercano ante mí. La pasión que siento por los trenes, la hago extensiva también al paisaje, pues me doy cuenta que van íntimamente unidos.

Entre curvas a derecha y a izquierda, pasamos por un larguísimo puente de piedra. Por la altura del puente siento la sensación placentera de que estamos volando. El paisaje ahora queda lejano.

Solamente pasan rozando ante la ventanilla, los tiesos e inexpresivos postes del tendido eléctrico. Al inclinar la cabeza hacia abajo capto la profundidad del terreno y esta altura, me causa respeto.
………

El tren va disminuyendo la velocidad poco a poco. Mi padre nos anuncia que hemos llegado a la estación de Avila. Comienzan a desplegarse una gran cantidad de vías, a la vez que suenan las ruedas al atravesar los desvíos. Es una estación muy importante. Aquí termina la tracción eléctrica y a partir de aquí, nos llevará una máquina de vapor. Miro las vías ennegrecidas por el carbón quemado de las locomotoras de “humo”. Lentamente entramos en los andenes.

Observo vagones de todo tipo, de mercancías, de viajeros, que sueltos o enganchados entre sí, están detenidos en largas vías, que parecen interminables. Nuestro tren se detiene, con el característico chirrido de los frenos de los vagones. El jefe de estación, con su gorra roja, anuncia nuestra llegada haciendo sonar la campana que siempre acompaña al típico reloj a la puerta de su despacho.

Mi hermano con alegre sorpresa, me llama, para que vea por la ventanilla del pasillo, opuesta a la del departamento, una enorme “máquina de humo de cuatro ruedas grandes”. Está detenida en la vía. El color negro de su enorme caldera se difumina en algunas partes por el color blanco de los chorros de humo que se escapan como llamaradas de entre las ruedas, para disolverse enseguida. Contemplamos todos los detalles.

Le digo que nos engancharán una máquina como ésta. La ventanilla del pasillo está totalmente bajada y penetra el olor característico del humo de estas locomotoras. El olor a carbón quemado. Olor a tren. Respiro profundamente.
… … …

El ronco y poderoso pitido de la máquina de vapor, suena en toda la estación.

Y deja oír su eco en la lejanía.

El tren arranca, nos movemos, oigo el sonido del vapor a toda presión que se le escapa a la locomotora al esforzarse en el arranque. Parece que le cuesta trabajo mover tantos vagones, pero enseguida salimos de la estación, poco a poco, vamos ganando velocidad.

El campo ya no es tan montañoso como antes, ya no tiene tanta luminosidad, el sol está en el horizonte a punto de esconderse. Ante la ventanilla se extienden enormes llanuras. Con la velocidad del tren, muchos árboles alineados, dan la sensación de que se mueven, me recuerdan a los soldados en un desfile.

Contra el cristal de la ventanilla, como estoy casi siempre, veo la vía, que en curva, me permite ver el lateral de esta enorme locomotora. Las gruesas bielas se agitan sincronizadas con sus ruedas. Fuertes chorros de vapor de color blanco que como llamaradas se pierden en el aire, salen disparados por todas las partes de su caldera.

Pienso en el impresionante esfuerzo que realiza.

Se ha hecho de noche. Apenas veo el campo. El cristal de la ventanilla, refleja entonces, las luces del interior del departamento. Ahora ha cambiado el espectáculo. De vez en cuando, las brasas de carbón encendido que se escapan de la máquina, pasan de largo como balas luminosas y enrojecidas frente a la ventanilla.

Mi padre ha llamado al mozo del coche-cama, para prepararnos las literas. Desde el pasillo, con atención, mi hermano y yo, curiosos, vemos como lo hace. Actúa con mucha rapidez.

Con fuerza, tira hacia sí del respaldo del sillón que ocupa todo el ancho del departamento, y lo abate hacia arriba para formar la litera superior. Después la parte inferior del sillón, que ha quedado descubierta, la voltea, formando así la litera de abajo donde dormirá mi hermano.

De un hueco de la pared, saca unas sábanas blancas, muy bien dobladas. Con soltura y rapidez, las extiende sobre la litera superior, remetiéndolas por los bordes con absoluta perfección, pasando sus manos una y otra vez para que no formen arrugas.

Coloca encima una preciosa manta de dibujos escoceses, en tonos azul, rojo y verde, coge la almohada, la palmea con ambas manos para dejarla mullida y la coloca en su sitio adecuado. Estas maniobras, las repite en el mismo orden para la litera de abajo.

Nos dice con amabilidad: “Buenas noches” y se retira.

Me siento muy cansado, bostezo, mi hermano me imita y los dos tenemos ganas de acostarnos. Divertido, subo a mi litera, me meto entre las sábanas que las noto casi almidonadas y mi cabeza se hunde en una confortable y gran almohada.
………

Me despierto poco a poco, por el rítmico sonido, y el acompasado balanceo del vagón.

Enciendo una pequeña luz de lectura, y mi reloj, marca aproximadamente las ocho de la mañana.

Noto desde mi litera, con entusiasmo, que el tren va a gran velocidad, oigo el jadeo de la locomotora, a mis pies la ventana del departamento, cerrada con una persianilla de plástico de color gris, que debieron bajar mis padres, cuando estábamos dormidos, para impedir así que las luces del exterior nos despierten. Veo a mi hermano que duerme profundamente con la cabeza casi tapada.

Como la persianilla no llega a tapar toda la ventana, permite ver a través de su parte inferior, el campo que pasa veloz iluminado por la luz del sol. Pero hay algo que me desconcierta.

El paisaje transcurre muy rápido, pero ahora en sentido contrario al que tenía ayer. ¿Qué ocurre? ¿Es que volvemos a Madrid? No entiendo nada. Más tarde encontraría la solución a esta duda. Se lo pregunté a mi padre, y me aclaró, que al llegar de noche a la estación de Medina del Campo, la locomotora se desengancha de la cabeza del tren y se acopla en cola, saliendo de la estación, por otra vía diferente.

De nuevo, sentado junto a la ventana, levanto tímidamente la persianilla lo justo, para no despertar a mi hermano, y así poder contemplar un paisaje maravilloso que va pasando ante mis ojos. La luz del sol invade el departamento. El campo es completamente diferente al que veía ayer. Es la campiña gallega. Frondosas extensiones de eucaliptos y pinos de todos los tamaños. En la lejanía, grupos de pequeñas casas de piedra con el tejado brillante por la humedad, hacen su efecto contrastado con los árboles.

Una carretera lejana permite el paso lento de un carro arrastrado por un par de bueyes.

Oigo el tintineo de una campanilla por el pasillo del vagón, salgo del departamento, y apoyándose en sus paredes de forma acompasada, balanceado por el movimiento del tren, se aproxima un elegante camarero vestido con pantalones negros y chaqueta blanca.

Agita una campanilla que lleva en la mano y en voz alta repite casi cantando: “Desayuno primer turnoooo, desayuno primer turnoooo…”
………

Mi padre, nos lleva al coche-restaurante para desayunar. Mi madre como se marea prefiere quedarse en el departamento.

Delante de mi padre, vamos caminando por los pasillos de los vagones, dando tumbos entre sus paredes por el movimiento del tren, y divertidos al mismo tiempo.

Una vez que hemos llegado al coche-restaurante, el ambiente es muy lujoso. Las paredes interiores, revestidas en madera decorativa con distintos tipos de dibujos florales.

Los asientos en piel, de color marrón oscuro y colocados a ambos lados de las mesas, tapadas con manteles blancos almidonados, impecables.

Nos sentamos. Miro hacia arriba, y en la parte superior de las ventanillas, unas tulipas de cristal dan una nota romántica. En la mesa, observo los lujosos cubiertos, el azucarero, la cafetera, y demás utensilios, todos en plata y exquisitamente colocados.
………

Después del magnífico desayuno, nos volvemos a nuestro departamento.

Transcurre el tiempo y voy contemplando el paisaje que tanto me gusta. Mis padres también disfrutan del espectáculo. Continuamente nos hacen comentarios sobre lo que vamos viendo.

Mi padre, me advierte, pendiente como siempre de los diferentes sitios por donde transcurre nuestro viaje, que el río que transcurre encajonado y paralelo a la vía, es el Sil y que pronto llegaremos a la estación de Monforte de Lemos.

Me recuerda, que es el afluente más importante que tiene el río Miño.

Y así es. Al poco tiempo, el tren en su marcha, corre paralelo a la profunda garganta que canaliza el trazado de este río.

Lleva mucha agua, observo su color verde oscuro. Me dicen que en él, hay varias instalaciones para producir electricidad.

Efectivamente, hay zonas del río, en las que el agua está almacenada en embalses en los que queda retenida por grandes diques.

Por el centro de éstos, veo caer el agua. En algunos casos con abundancia.

Me explica mi padre, que gracias a esos grandes saltos de agua, se mueven interiormente unas turbinas y que por esta razón se produce la electricidad. Son, "Los Saltos del Sil".

No dejo de mirar a través de la ventanilla este paisaje, tan diferente al castellano, tan entretenido. Me dicen, que después de este río bordearemos el río Miño.

A veces me canso de estar tanto tiempo mirando a través de la ventanilla del departamento y salgo a estirar un poco las piernas, permanezco entonces bastante tiempo, ante la ventanilla del pasillo, asido con las manos a la barra plateada de la misma, y con la mirada fija en el exterior.
………

Ahora bordeamos el río Miño. La otra orilla pertenece a Portugal.

Mi padre, gran aficionado a la lectura, me dice que el escritor Benito Pérez Galdós había escrito “ Es la frontera más bella y melancólica que se pueda imaginar”.

Recapacito sobre ésto que me llama la atención. Cuando veo algunas casitas desperdigadas en la orilla opuesta, me sorprende el pensar que es otra nación, que en esa orilla hablan otro idioma. Este trayecto tiene para mí, un encanto especial que nunca podré olvidar.
… … …

Hemos salido de un larguísimo túnel, el departamento huele al humo de la locomotora, el tren va muy despacio, mis padres me advierten de que vamos a llegar a la estación de Redondela, pero que antes, atravesaremos un enorme puente.

A los pocos instantes pasamos sobre él muy lentamente. El puente es muy largo.

Estamos a una gran altura. Miro hacia abajo y veo las calles de esta ciudad entre los tejados de las casas.

El tren se mueve muy despacio. Una vez atravesado el puente, entramos en la estación.

Nos detenemos. Mis padres bajan la ventanilla del departamento. Me asomo para saborear el exterior. Miro a un lado y a otro, para captar la longitud del andén.

Oigo a las personas que por él pasean, que hablan de forma diferente a las de Madrid.

Tienen un acento muy dulce. Parece que cantan las palabras. Se nota que estamos en Galicia.

Siento en mi cara la humedad del ambiente, huele a fresco, a eucalipto, huele a mar. El reloj de color verde de la estación, marca las diez de la mañana. Junto a él, la dorada campana, para anunciar la llegada o la salida de un tren.

Salgo a la ventanilla del pasillo, para saber lo que hay al otro lado. Observo el ambiente ferroviario que tanto me gusta y las vías. Mi madre me enseña una de ellas, que en curva, se aleja de la estación. Me dice, que para ir a Pontevedra, tendremos que salir por esa vía. Ya estoy impaciente por llegar.
………

Una vez más, el tren ha iniciado su marcha. Ahora nos dirijimos hacia Pontevedra.

Enseguida contemplamos la Ría de Vigo: Inmensa, azul como el color del cielo, reflejando en el agua la silueta algodonosa de algunas nubes. El tren, en su recorrido bajo la estela del humo blanco que va dejando la máquina, la va bordeando por las interminables y agradables curvas de su perímetro. Cercanas a la vía, observo las chalanas de los pescadores, agrupadas de forma desordenada y sujetas al fondo del mar por maromas, algunas repletas de algas. Por la ventanilla, parcialmente abierta, entra un delicioso aire fresco que siento húmedo en mi cara.

Muy diferente al sofocante y seco de Madrid. A través de la ventanilla del departamento, el paisaje de la Ría es en su mayor parte de color azul, solamente alterado por los característicos destellos de la luz del sol en el agua, que rizada por la brisa, produce brillos plateados e intermitentes.
………

Mis padres nos indican, que nos vayamos preparando porque llegamos a Pontevedra. El viaje ya va a terminar. Me encuentro algo cansado pero muy satisfecho por esta gran experiencia que para mí, ha sido maravillosa.

Sensaciones que he captado por todos mis sentidos y que para siempre quedarán grabadas en mi mente: el interior de nuestro departamento, el sonido del tren durante su marcha, el rítmico jadeo de la locomotora de vapor, con su olor tan característico, los variados paisajes y hasta las formas de hablar de las gentes en las distintas estaciones del trayecto…..".
………

Juan Manuel Martínez


En el año 1.988, conocí al señor Jover del departamento de seguridad de Renfe que tenía las oficinas en la estación de Príncipe Pío.
Vino a mi casa y le enseñé mi maqueta de trenes en escala N, con unas dimensiones de 5 x 1.80 mts. Le gustó muchísimo y me hicieron unas fotos de la maqueta, colocando una de ellas en el calendario anual de Renfe. Este calendario se exhibió en todas las estaciones de España. En esta foto aparece mi hijo Alejandro con un banderín de jefe de estación.

Juan Manuel Martinez






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