jueves, 12 de abril de 2012

012-Seguridad y clases en el ferrocarril español del siglo XIX.

Nº 012

Los accidentes eran habituales durante aquel periodo

Los accidentes fueron un elemento cotidiano en los ferrocarriles españoles del siglo XIX. El temor de viajeros y trabajadores estaba más que justificado y en consecuencia, obligó tanto a los directores de las compañías, como al Estado a reglamentar la seguridad en la circulación de trenes.

La seguridad ferroviaria se reglamentó reproduciendo la estructura de clases de la sociedad. En éste, como en otros temas, las compañías ferroviarias españolas siguieron el camino abierto en otros países, que ya habían establecido una jerar­quía muy clara en la seguridad. Debían garantizar la seguridad de los viajeros, particularmente la de los que ocupaban los asientos de primera clase. Después, tenían que salvaguardar la salud de los ferroviarios, para que cumpliesen con el servicio que tenían encomendado. Por último, las empresas trataron de eludir su responsabilidad sobre los sucesos en los que se viesen implicadas personas “extrañas” a la explotación ferroviaria. Desde 1861, el Ministerio de Obras Públicas comenzó a publicar las “Memorias sobre el estado de los ferrocarriles en España” y con ellas, la relación estadística de los accidentes con víctimas, clasificadas como en los demás países en tres clases: 1) viajeros, 2) empleados de las compañías y gobierno y 3) personas extrañas al servicio de los trenes y de las vías. Además, poco después, las compañías ferroviarias en connivencia con el Estado comenzaron a proteger a los viajeros respecto al lugar ocupado en el tren -1ª, 2ª y 3ª clase-. En este sentido, la Real Orden de 11 de febrero de 1868 dispuso cómo debían formarse los trenes con viajeros. El espíritu de la medida no dejaba lugar a dudas sobre la protección que debía darse a las distintas clases.
Se dispuso que los coches de primera clase ocuparan el centro de las composiciones, seguidos a ambos extremos por los de segunda y flanqueados ambos por los de tercera, para que, en caso de colisión, amortiguaran el impacto sobre las otras dos clases, especialmente sobre los coches de primera. A la cabeza del tren se situaba la máquina, siempre expuesta a choques; tras ella, y para mitigar el efecto de los posibles golpes sobre los viajeros, se colocaba el furgón del jefe de Tren, con un lastre de al menos dos toneladas. Dado el elevado número de descarrilamientos que se producían en los últimos vehículos, éstos eran reservados para los furgones estafeta y retrete-cola. De este modo, los viajeros quedaban protegidos según su clase social y expuestos a mayores riesgos los trabajadores del ferrocarril.
En cualquier caso, la clase que sufrió más accidentes fue la de los llamados “extraños”. Según las compañías, esta clase de víctimas se veía envuelta en sucesos por imprudencias, quebrantar las normas de Po­licía de Ferrocarriles o por sus ánimos suicidas. Aunque, no deja de sorprender, que la mayoría de los accidentados fueran atropellados en los pasos a nivel. Un ámbito donde la legislación era taxativa, como lo demuestra el artículo 8 de la Ley de Policía de Ferrocarriles de 14 noviembre de 1855: “los caminos de hierro estarán cerrados en toda su extensión por ambos lados”.

La medida, sin embargo, no se aplicó por la oposición reiterada de las compañías debido a su elevado coste, salvo allí donde los trenes atravesaban poblaciones destacables, o cuando las vías se cruzaban con otro camino importante (en estos dos casos la vigilancia era permanente, mientras en los demás se guardaban sólo durante las horas de luz). Buena parte de los atropellos ocurridos se resolvieron mediante una indemnización. Su cuantía estaba en función de la condición social del fallecido o herido: sustanciosa cuando afectaba a una persona principal; modesta para permitir el entierro de la victima y algún dinero para los herederos, cuando el acciden­tado sólo era un paisano.
El segundo lugar en las clases de las víctimas fueron los ferroviarios. Conviene recordar que esta profesión ha sido muy dura. La compañías atribuían a los ferroviarios un permanente “espíritu de sacrificio”, sobre todo en aquellos trabajos relacionados con los servicios de Movimiento, Material y Tracción y Vía y Obras. Una imagen tópica que se ha mantenido en el tiempo: “...el oficio del ferroviario sigue siendo un oficio duro y rudo, al mismo tiempo que una escuela de sangre fría. Un verdadero oficio de hombre...”.
El texto es de 1958 y fue publicado por SNCF. Pero, sobre todo, las empresas requirieron de sus empleados buen conocimiento del oficio, entereza para ejercerlo correctamente y por encima de todo, elevadas cualidades morales. La honradez se les presuponía, desde luego, a todos los titulares de aquellas profesiones que tuvieran algún tipo de relación con el dinero y las mercancías.
Absolutamente, todos los empleados deberían llevar una “existencia ordenada”; esto es: no participar en política y tampoco reñir, embriagarse o contraer enfermedades vené­reas. Pero, sobre todo, los agentes tenían que cumplir de forma escrupulosa lo estipulado en los reglamentos y de paso, obedecer ciegamente a los superiores. El trabajo seguro y bien realizado dependía del cumplimiento estricto de las funciones asignadas y eso exigía, obviamente, imponer una disciplina espartana y una estrecha vigilancia. Esta simbiosis entre seguridad y obediencia fue expresada sin ambigüedades por el que fuera durante tanto tiempo director general de MZA, Eduardo Maristany: “…debe asimilarse a la del ejército en todo cuanto se refiera a la seguridad de los trenes. La regularidad absoluta y permanente, condición indispensable de la seguridad, sólo puede obte­nerse del personal cuando adquiere la evidencia de que una falta, cualquiera que sea, no ha de ser perdonada”.
Por otra parte, las compañías españolas aprovecharon semejante disciplina para eludir medidas de seguridad en la circulación -campanas eléctricas, block-system o enclavamientos-. En efecto, en muchos países donde el tráfico de trenes era denso se habían adoptado tales sistemas de control de la circulación que, por otro lado, incrementaban la seguridad al no depender exclusivamente del factor humano. Sin embargo, en España los gerentes de las compañías ferroviarias argumentaban que, gracias al bloqueo telegráfico y al cumplimiento por parte de los trabajadores de los reglamentos de circulación, la seguridad era casi absoluta.
Dentro del discurso de la obediencia, las compañías también sostuvieron que los ferroviarios debían ser –y de hecho eran- los primeros interesados por la seguridad, pues, en definitiva, se trataba de la suya propia y de la de su familia. No es difícil imaginar el impacto que semejantes palabras debieron ejercer en los empleados en un contexto de falta de cobertura social. Perder la vida o quedar inválido suponía descender hasta el umbral de la pobreza. Pero, este discurso fue aún más allá. Llegado el caso, los ferroviarios deberían sacrificar su misma vida en aras de los viajeros. Las palabras de Garcés, autor de un buen diccionario sobre los caminos de hierro, referidas a los maquinistas son harto elocuentes: “[Si el choque] es inevitable, [el maquinista] muere asido a la palanca del contra-vapor, sabiendo que [...] puede evitar en uno o en dos trenes, desgracias incalculables. La misión del maquinista en estas ocasiones, es heroica, es santa, y si perece cumpliéndola, la Empresa, el Gobierno, la sociedad entera deben prohijar a la viuda, a los huérfanos y este es­tímulo es gloria para el mártir, el pan para sus hijos. Si el maquinista [...] atiende sólo a su conveniencia, salta de la máquina, abandona el tren al azar y acepta con brutal estoicismo las conse­cuencias de un juicio nunca tan grave como el peligro a que su egoísmo le ha sustraído”.
Sólo los accidentes con víctimas entre los viajeros constituyeron un revulsivo en la preocupación por la seguridad. En abril de 1884, al paso de un puente, un tren cayó al río Alcudia y fallecieron 59 personas. Aunque los relatos del suceso son confusos, lo cierto es que pudo haberse evitado mediante medidas de seguridad ya generalizadas en otros países. Así lo confirma la que, poco después, Junta Consultiva de Caminos, Canales y Puertos emitiera un informe que dio lugar a la Real Orden de julio de 1885 -“Mejoras que deben introducirse en la seguridad de la explotación”- cuyo objetivo era introducir campanas eléctri­cas en todas las vías españolas y el frenado continuo en aquellos trenes que superasen los 50 km/h.
Las compañías recogieron el guante y de inmediato, sintieron la necesidad de equipar a sus trenes rápidos con el sistema de frenado continuo lo que, como es sabido, significaba la posibilidad de detener todas las ruedas de las composiciones y de accionarse automáticamente ante la rotura de enganches y ejes o en un descarrilamiento. También, antes de finalizar la década de los ochenta, las empresas realizaron ensayos al objeto de adoptar sistemas de frenado más seguros y lograr una marcha estable mediante coches de bogies. Varios trenes de lujo adoptaron estos avances tecnológicos, aunque desde el punto de vista económico, tales ventajas no resultaban rentables pues aumentaban el peso de las composiciones y en consecuencia, se precisaban vías sólidas, carriles de acero de mayor peso, locomotoras más potentes y mayor consumo de carbón.
Ahora bien, frente al espíritu de la mencionada Orden de 1885, las compañías españolas descartaron el uso de campañas eléctricas, que situadas en estaciones, casillas de guarda y pasos a nivel, permitían avisar del “escape de vehículos” y de otros aspectos de la explotación como salidas, dirección de los trenes, necesidad de una maquina de socorro, etc. Dicho en otros términos, al ser los costes demasiado elevados, las compañías siguieron regateando sus inversiones en seguridad. Como tantas veces ha sucedido, tuvo que producirse un grave accidente para impulsar el uso de los frenos continuos.
En septiembre de 1891, entre Burgos y Quintanilleja chocaron frontalmente un tren mixto y el expreso Irún-Madrid de la Compañía del Norte; este último aún operaba con el tradicional frenado de husillo y zapata. Perdieron la vida catorce viajeros y otros veinticinco resultaron heridos. Ante la presión de la opinión pública, el Estado obligó a instalar frenos continuos en los expresos y correos, autorizados a circular a más de 50 km/h. Los mixtos -circulaciones mayoritarias en la red española- prosiguieron con el frenado antiguo, pero debieron limitar su velocidad máxima a 49 km/h. Una vez más las mejoras sólo habían alcanzado a unos pocos usuarios que, obviamente, coincidían con los que satisfacían las tarifas más elevadas.

Por último, la clase de los coches determinó otras con­diciones en la seguridad ferroviaria del siglo XIX. Hoy conocemos con detalle los suntuosos coches de los trenes expresos y de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, pero es poco aún lo que sabemos sobre los coches de tercera; si bien, podemos afirmar que apenas se diferenciaban de un furgón de ganado. Los dotados con billetes de tercera clase rodaban con lentitud, los rigores del clima se manifestaban en ellos con toda crudeza y carecían de la ventilación necesaria. Además, al ser vehículos de tara reducida, su marcha era muy inestable, y sus ocupantes estaban sometidos a un traqueteo constante y molesto en sus asientos de madera. Nadie mejor que Daumier supo recoger el dolor y la miseria de los que, como decía el poeta, se sentaban “siempre sobre la madera de su vagón de tercera”. Finalmente, en esta clase, cuando ocurría un siniestro, las cajas de madera se astillaban contra los viajeros y ardían al derramarse el hogar de la locomotora o el aceite del alumbrado de los coches.

Para concluir, pueden considerarse los accidentes como hechos anecdóticos, singulares, algunas veces pintorescos, pero siempre trágicos. Pero son, desde luego una parte fundamental de la historia, una historia parcial, que no debe ser desgajada de la contextura total que le presta sentido: los orígenes de la sociedad capitalista en España.



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